«Volvería a entrar en el armario»
Los gais y lesbianas podrán contraer matrimonio en verano, incluso adoptar niños, pero muchos no se atreverán a contarlo. La homofobia está ahí. Miembros de las distintas asociaciones o colectivos gallegos de gais y lesbianas no pueden estar más contentos y satisfechos con la aprobación de la ley, pero admiten que la batalla principal, que es la aceptación por parte de la sociedad, queda todavía muy lejos. «Tal vez la próxima generación nos empiece a tratar con respeto», «yo no lo veré», «puede que llegue el día, aunque está muy lejano, que tus compañeros de trabajo no hagan chistes a tu espalda». Es lo que sienten y padecen personas como Tamara, de Vigo, Marcos, de Lugo, o Joaquín, de A Coruña.
Dicen que los homosexuales no son personas confinadas en las saunas, las salas X, las revistas de contactos o los locales de ambiente. No, «somos como tú, como cualquier hombre o mujer heterosexual, con los mismos sentimientos o pasiones. Y eso todavía hay mucha gente que no lo sabe». Quien habla es Óscar Beceiro, miembro del colectivo Alas, de Lugo, alguien que tiene pensado casarse, adoptar hijos y destripar la homofobia, «que es la gran batalla que nos queda por ganar».
Cuando estos hombres y mujeres fueron jóvenes, cuando se empieza a salir, conocer, hablar, enamorarse o lo que sea, ellos se veían condenados a esconder su condición, mientras sus compañeros de clase presumían de novias, escribían poemas o bailaban abrazados en las fiestas. Marcos, del colectivo Alas, de Lugo, reconoce que no lo pasó mal, pero conoce a muchísimos amigos que «han tenido una juventud más que tormentosa». No obstante, coincide con el resto en que la nueva ley ayudará bastante a «la desaparición de la homofobia». ¿Cuánto falta para eso? «No lo sé, pero estoy seguro de que si no se hace un esfuerzo en educación, seguiremos como hasta ahora».
Joaquín, del colectivo Milhomes de A Coruña, habla de «mucha entereza» para seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo. Tamara, de Legais de Vigo, emplea la palabra «paciencia», para evitar echarse a la calle y pegar cuatro gritos a más de uno. Marcos, de Alas, cree que «lo que le pasa a la gente es que tiene miedo a lo que no conoce».
Para hacerse una idea de lo que puede pasar un chico de catorce o quince años que a diario lo humillan, insultan y desprecian hay que escuchar a Joaquín. «No tenía amigos. Unos me insultaban a todas horas, y los que no lo hacían preferían estar lejos para que no les insultaran a ellos. Ir al colegio era una tortura. Con los años, aquella angustia fue desapareciendo. Notaba que se reían de mí, pero dejaron de hacerlo a la cara, y para mí ya era un éxito».
Las mismas angustias, los mismos chistes, el mismo desprecio alrededor, la misma soledad y la misma amargura la padeció Emilio, del colectivo gay de Compostela. Cuenta cosas horrorosas, como aquella vez que dos compañeros le hicieron creer que eran homosexuales, él se abrió, les contó cosas, y al día siguiente se encontró con toda un colegio riéndose de él, amplificando con chistes todo lo que Emilio les había confiado.
Todas esas cosas explican que muchos de ellos no se atrevan a que su rostro salga en el periódico. «Yo no tengo reparo, pero mi pareja no quiere que le hagan fotos por no provocar una bomba en su familia». Otros piensan en sus abuelos, que bien no saben lo de su nieto o no quieren que en su barrio se sepa. «No lo hacemos por nosotros, sino por la familia», se justifican casi todos.
Hay quien, como Luis, se arrepiente de haber salido del armario. Dice que «al principio, me sentí muchísimo mejor, los amigos y la familia me animaban y me decía que adelante, que no me tenía que sentir avergonzado. Pero con el tiempo, mi familia lo empezó a pasar mal. En mi calle no se hablaba de otra cosa y mis padres no estaban acostumbrados a estar en boca de todos. No por mí, sino por ellos, sufrí muchísimo, pues intentaban ocultarme lo que sentían, pero yo veía que aquello les atormentaba. Yo soy de esos que volvería a entrar en el armario».
Cuando se les pide que respondan a la Iglesia, al Partido Popular o al Foro Español de la Familia -que reunió medio millón de firmas contra el matrimonio homosexual-, todos coinciden: «Sólo queremos que entiendan que necesitamos ser como los demás».
Dicen que los homosexuales no son personas confinadas en las saunas, las salas X, las revistas de contactos o los locales de ambiente. No, «somos como tú, como cualquier hombre o mujer heterosexual, con los mismos sentimientos o pasiones. Y eso todavía hay mucha gente que no lo sabe». Quien habla es Óscar Beceiro, miembro del colectivo Alas, de Lugo, alguien que tiene pensado casarse, adoptar hijos y destripar la homofobia, «que es la gran batalla que nos queda por ganar».
Cuando estos hombres y mujeres fueron jóvenes, cuando se empieza a salir, conocer, hablar, enamorarse o lo que sea, ellos se veían condenados a esconder su condición, mientras sus compañeros de clase presumían de novias, escribían poemas o bailaban abrazados en las fiestas. Marcos, del colectivo Alas, de Lugo, reconoce que no lo pasó mal, pero conoce a muchísimos amigos que «han tenido una juventud más que tormentosa». No obstante, coincide con el resto en que la nueva ley ayudará bastante a «la desaparición de la homofobia». ¿Cuánto falta para eso? «No lo sé, pero estoy seguro de que si no se hace un esfuerzo en educación, seguiremos como hasta ahora».
Joaquín, del colectivo Milhomes de A Coruña, habla de «mucha entereza» para seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo. Tamara, de Legais de Vigo, emplea la palabra «paciencia», para evitar echarse a la calle y pegar cuatro gritos a más de uno. Marcos, de Alas, cree que «lo que le pasa a la gente es que tiene miedo a lo que no conoce».
Para hacerse una idea de lo que puede pasar un chico de catorce o quince años que a diario lo humillan, insultan y desprecian hay que escuchar a Joaquín. «No tenía amigos. Unos me insultaban a todas horas, y los que no lo hacían preferían estar lejos para que no les insultaran a ellos. Ir al colegio era una tortura. Con los años, aquella angustia fue desapareciendo. Notaba que se reían de mí, pero dejaron de hacerlo a la cara, y para mí ya era un éxito».
Las mismas angustias, los mismos chistes, el mismo desprecio alrededor, la misma soledad y la misma amargura la padeció Emilio, del colectivo gay de Compostela. Cuenta cosas horrorosas, como aquella vez que dos compañeros le hicieron creer que eran homosexuales, él se abrió, les contó cosas, y al día siguiente se encontró con toda un colegio riéndose de él, amplificando con chistes todo lo que Emilio les había confiado.
Todas esas cosas explican que muchos de ellos no se atrevan a que su rostro salga en el periódico. «Yo no tengo reparo, pero mi pareja no quiere que le hagan fotos por no provocar una bomba en su familia». Otros piensan en sus abuelos, que bien no saben lo de su nieto o no quieren que en su barrio se sepa. «No lo hacemos por nosotros, sino por la familia», se justifican casi todos.
Hay quien, como Luis, se arrepiente de haber salido del armario. Dice que «al principio, me sentí muchísimo mejor, los amigos y la familia me animaban y me decía que adelante, que no me tenía que sentir avergonzado. Pero con el tiempo, mi familia lo empezó a pasar mal. En mi calle no se hablaba de otra cosa y mis padres no estaban acostumbrados a estar en boca de todos. No por mí, sino por ellos, sufrí muchísimo, pues intentaban ocultarme lo que sentían, pero yo veía que aquello les atormentaba. Yo soy de esos que volvería a entrar en el armario».
Cuando se les pide que respondan a la Iglesia, al Partido Popular o al Foro Español de la Familia -que reunió medio millón de firmas contra el matrimonio homosexual-, todos coinciden: «Sólo queremos que entiendan que necesitamos ser como los demás».
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